Hoy, muchos millones de horas después, haciendo la colecta pública de mis recuerdos, jugando a desarmar el mapa de mis afectos, me encuentro con esta escena y sé que fue la peor hasta el momento.
Yo tenía diecisiete, y aunque lo negaba, estaba loca. A esa noche le siguieron muchas otras.
Aprendí a ser amante y pronto me transformé en la trapecista suicida del acto tres. Personaje burlesco del circo que montábamos dos veces por semana – era negociable- cuando salía a mendigar una cama calentada por otra. Otras, me doy cuenta hoy.
Llevé mi deseo al límite, descubrí el poder del sexo. Fui tantas veces la poderosa como la sometida.
Aprendí (esto no me tomó mucho tiempo) que el sexo nunca es una despedida. Aunque tampoco continuación. Su soberano no es nunca el mismo, es como en un tira y afloja, basta un largo pestañeo para perder la corona y convertirte en el peón obediente y gozoso.
Así alternaba mi trono de reina con la corona de papel de mendiga de afectos. Fui Dios cuando fui hombre, y fui bestia cuando fui mujer.
Podría a estas alturas dedicarme deseosa a recrear esos episodios en los que vi rastros de humanidad. Una flor, una llamada, una visita. Podría. Sí, bien podría. Pero sé demasiado bien que como la falta de agua nos hace soñar con ríos, la falta de amor me hizo soñar con perros románticos. Apenas eso: bestias domesticadas en la pesadez de un amorío.